19 de octubre de 2007

La despedida


A Hache
Esta tarde llueve, como nunca; y notengo ganas de vivir, corazón.
César Vallejo
Que la dureza de estos tiempos no nos haga perder la ternura de nuestros corazones
Che Guevara

La tarde se vestía con una tonalidad naranja, nada brillante, era una tonalidad melancólica. Mis pensamientos giraban alrededor de ideas diversas sobre el significado de los encuentros presentidos, e incluso empezaba a considerar la idea sobre el carácter de no encuentro de tales encuentros, aún así la experiencia de encontrarse con alguien en la vera del camino, hacer un alto en el mismo y detenerse a contemplar ese alguien que apenas arriba se convierte en una experiencia completamente revitalizadora. La ansiedad me hacía su presa, era imposible luchar contra ésta, faltaba muy poco para las seis de la tarde, la misma hora en la que aparece una pena honda y profunda en mi alma, sin razón llega con el atardecer, se muere el día. Un recuerdo me envolvió en ese justo instante: La tarde en que despedí a mi padre, una tarde luminosa, una tarde en la que me sentí huérfana completamente.

Crucé la puerta del Café, uno de mis pocos sitios preferidos en esta fría y mustia ciudad. La atmósfera tranquila que me recibió no logró amilanar mi ansiedad, sólo me distrajo la mirada y la sonrisa de la mesera al darme la bienvenida y señalarme una mesa al fondo del lugar, a la que llegué justo en el momento en que mi cuerpo me advirtió su agotamiento.

Allí me senté. Busqué en mi bolso el ejemplar de la novela que estaba leyendo, novela que podría haber tenido otro título "Abandono colérico del Profesor Malik Solanka". Sumida en la lectura sólo atiné a pedir un Capuccino y una porción de Zuccotto, consciente de la forma en que estaba activando la memoria trayendo recuerdos construidos tiempos atrás muy lejos de aquí.

Leía para aliviar la agonía, pero sólo lograba identificar en los párrafos de la historia del Profesor Malik Solanka coincidiencias vitales, identificaba los agresivos silencios, las distancias impuestas, los dolores que carcomen como el cáncer y el pánico absoluto ante la mirada que se esconde en mi propia historia. El encuentro de hoy lo había concebido como una provocación a los resquicios incomprensibles del alma humana, como una provocación a mis propias complejidades, a mis propias historias tejidas y anudadas fuertemente.

"Buenas Tardes Chiquilla".
"Buenas Tardes". Contesté levantando la mirada.

La tarde moría, era evidente. Perdí por algunos segundos la noción de tiempo y espacio. Parpadeaba como un acto voluntario por hallar las coordenadas exactas en las que me encontraba, pero ¿qué hay exacto en la fuga de vivir? Por instantes los sentimientos se agolparon en mi pecho, mi corazón latió con fuerza y mis palabras estuvieron perdidas en el laberinto de mis pensamientos. Me encontré con su mirada. La expresión apesadumbrada de sus ojos, la fuerza de sus manos y su cándida sonrisa iluminó mi alma por un solo instante, sólo por un instante.

Al sentarse y sin dar tregua al tiempo, que quizá era poco, fue tejiendo sus palabras, motivadas seguramente por mis últimas apariciones verbales en el transcurso de la semana inmediatamente anterior que hacían evidente mi resistencia al olvido, al adiós sin más, al fin de un camino.

"No quiero que estas palabras suenen duras", señaló en un tono de voz dulce, ante el cual respondí con atención y anticipado dolor. "Olvídame, por favor, olvídame pronto"... Sus palabras brotaron como un manantial de agua apenas descubierto, sin pausa continuó… "He perdido el entusiasmo, la fortaleza, la creatividad de otras épocas, mi agonía es de tal magnitud que sólo tengo como respuesta el silencio"… Como si estuviese leyendo en forma clara mis pensamientos se apresuró a decir: "Si dices que empiezas a amarme, esperarías que ese sentimiento tuviera su cauce. También yo lo esperaría, si no me encontrara en cuidados intensivos, con pocas posibilidades de recuperar la salud, la salud del alma".

El frío recorría mi cuerpo, cuya causa no se encontraba en relación directa con mis sentimientos; se encontraba en el inmediato temor despertado por aquellas palabras, que al ser pronunciadas me llevaban rápidamente a un momento de mi vida a través de una imagen que involuntariamente a mi mente llegaba: Mi madre arrodillada en el suelo de aquella cocina mirándome con los ojos llenos de lágrimas, cubierta de la sangre que de sus muñecas corría por sus torneados muslos, expulsando su rabia y su dolor. Ahí estaba yo, con tan solo apenas nueve años desgarrándome internamente, maldiciendo la vida, maldiciendo mi vida. Descubriendo en mi infancia la dureza de los años venideros.

La imagen se disolvió al escuchar de nuevo sus palabras… "No tienes por qué sufrir por mí, ni sufrir por los sentimientos que en ti nacen. Advierto el tiempo de la hecatombe, advierto que esto marcha hacia un fin desastroso. No te conviene, no te conviene fijarte en mí". Como cual maldición me acompañara en este encuentro, las imágenes se sucedían sin conexión aparente con cada frase escuchada: Una mujer miraba a través del vidrio de su ventana más cercana la caída de la tarde mientras dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas, una voz masculina le repetía sin cesar… "no tiene caso, nunca podré amarte". Esa mujer era yo.

No podía hablar por el momento, no lograba encontrar palabras acertadas, por lo que preferí callar, sólo lograba incrustarme en su mirada bajo la esperanza de quedar grabada en una especie de pintura al temple. En un desesperado acto por asirme a algo, tomé entre mis manos la taza de café, que aún conservaba su calor, no la llevé a mis labios para tomar un sorbo de éste, simplemente la cubrí con mis manos.

Continuó. "Soy un interlocutor de instantes, como desgarrones de luz; soy silencio, desplazamientos interiores, soledad, hermetismo. Soy un puma que se acecha a sí mismo; toda la tensión de sus músculos, sus sentidos, dirigida a saltar sobre su presa que es él mismo". A esta altura de su acto de valentía y honestidad, yo nadaba por las mareas del tiempo, de manera violenta me encontraba en un vaivén de sentimientos, entendía de manera perfecta sus palabras y la expresión de amor y calidez que había en sus ojos, pretendí señalar las misteriosas complejidades que soportan los amores que procuro, pero en mi garganta no encontraron eco los gritos de mi alma. Sus palabras sucedían unas a otras: "Soy un excelso constructor de las distancias, un implacable ángel de la muerte del amor ¿cómo, entonces, podría querer subordinar a alguien a la tiranía de mi afecto?".

Hizo una pausa, bajó su mirada, guardó por unos instantes silencio y tomó suavemente mis manos entre las suyas; suspiró y al hacerlo sus ojos se posaron en los míos: "Lo repito sin el ánimo de herirte: es mejor que te alejes de mí. No soy buena compañía, ni buen interlocutor, ni nada... Sólo quiero unirme a los ritmos de la naturaleza de los que provengo. Si fuera creyente suplicaría a algún Dios que escuchara mi plegaria, la más sincera que he elevado durante toda mi vida, la voz más poderosa que mis labios han expresado..."

"Me quedo sin palabras", musité. Le miré fijamente con el deseo de transmitirle un sentimiento de solidaridad y complicidad frente a su desolación, lo miré con el deseo de hacerle entender que a través de muchas tormentas yo había navegado y muy a pesar de ello, de los dolores producidos por los coletazos de las olas que se agitaron violentamente, había logrado sobrevivir.

Había pasado ya casi cerca de una hora. Sus manos aún se encontraban enlazadas a las mías, me desprendí bruscamente de ellas, con la certeza de que el movimiento realizado obedecía a una naturaleza diferente a la de alejar algo que empieza a incomodar. Ante el movimiento mi naturaleza emergió, me incorporé, levanté mi mirada y en una especie de extraño e inusitado talante señalé: "Sólo puedo pensar en inicios, en comienzos, no puedo pensar en el fin de un camino en esta forma, no puedo pensar en el adiós, en el olvido. No puedo, sencillamente no puedo, pero el aparente fin del camino que has impuesto, implica quizá el comienzo de uno nuevo, en el que me descubro como parte de una arrolladora fuerza vital. Tendría la fuerza para arremeter contra el olvido, contra la impotencia, pero eso implicaría romper la lógica impuesta por la vida, por tu vida, tan ajena a la mía. No podría imponerme de esa forma, me doy el derecho, decido permanecer en otro lugar, en otro punto y desde allí observar y acompañar, no es tu responsabilidad, ni tu decisión; es mi responsabilidad y mi decisión. Aléjame cuando ya no me aprecies, no me quieras o no me desees, de lo contrario permanezco desafiando tus propias certezas con respeto y amor".

Con una recobrada fuerza me levanté de la silla. Entendía que sus caminos eran pedregosos, que en su vida permanecía la melancolía y la desazón, que el amor era un terreno en el que las distancias y los olvidos se definían por sí mismos, definitivamente comprendía las dificultades por las que quizá mi alma se enredaría, aún así mi decisión fue tomada con convicción, con la misma convicción con la que había tomado una serie de decisiones definitivas en mi vida, de las cuales nunca me había arrepentido. Mi intuición me gritaba que debía permanecer con valentía y coraje, mi humanidad no me permitía cosa distinta.

El permaneció en silencio. Lo percibí suspendido en el aire, por primera vez lo ví claramente, el hombre que aún se encontraba sentado y en silencio, no tenía piel. Lo infinito de su dolor era su mayor certeza al carecer absolutamente de ropaje para vivir, para defenderse. Supe en ese momento que debía marcharme para regresar de nuevo. Me acerqué, besé su rostro con dulzura, di la vuelta y crucé la puerta del Café, uno de mis pocos sitios preferidos en esta fría y mustia ciudad. La atmósfera tranquila que me recibiera una hora atrás había logrado finalmente amilanar mi ansiedad, al salir sólo me distrajo la mirada y la sonrisa de la mesera al despedirme y señalarme el camino hacia la puerta, a la que llegué justo en el momento en que mi cuerpo me advirtiera una sensación de vitalidad recuperada. Eché a andar sin amargura.