2 de abril de 2010

Fragmentos

- ¿Has dormido bien? Sentí ruidos en tu habitación anoche. Recordé que por estos días tus pesadillas se hacen más asiduas.
- He dormido. Ni bien, ni mal. Hay un momento en la vida en que sólo se cierran los ojos aún conscientes del riesgo que implica hacerlo. Estuve escribiendo hasta muy tarde. Perdona si te causé molestia alguna.
Vicente vivía en mi casa. Dentro de poco cumpliríamos tres años en una especie de convivencia incómoda pero necesaria, como los viejos y aburridos matrimonios, como las familias que arrastran a donde quiera que vayan un mal recuerdo. Había llegado maltrecho, apaleado, cubierto por un manto de terror que supuraba pus; sus ojos extraviados no permitieron encontrar en ellos el brillo de un ser humano, sólo dejaban entrever una fiera enjaulada, acorralada.
No supe con certeza qué me llevó a que sintiera por él un amor maternal, en apariencia inexistente en mí, pero una vez tocó a la puerta de mi casa no pude permanecer indiferente a su absoluto desamparo. Ya sabía yo lo que era llevar consigo una soledad asesina, aguda, temeraria.
- Estoy muerto Emilia, estoy muerto, vengo a que me entierres porque no tengo a nadie quien lo haga.
Sus palabras se agarraron a mi cuerpo como un cáncer. Vicente no tenía a dónde ir, no existía una familia. Estoy segura incluso que ni siquiera yo hacía parte de sus afectos más cercanos. Quizá meses atrás sólo habría leído la noticia en la que se anunciaba el premio que había recibido el que era mi marido en aquella época. En la foto del diario, sección de sociales, aparecía yo tan aislada, tan fingida, tan herida, mientras Juan tan anclado al mundo que yo no tenía recibía su premio a la mejor crónica periodística del año.
Premiado por su sensibilidad, premiado por la fidelidad con los hechos y su compromiso político. Nadie notó la tristeza en mis ojos, nadie notó que durante la recepción no estuve cerca a Juan ni por un momento como su esposa, como la mujer que lo había acompañado durante veinte años y quien era a todas luces su crítica más infalible, su correctora de estilo más fiel y su consejera gramatical, si es que existe algo así. Fui yo quien leyó, releyó, su crónica; quien sugirió su visita a los lugares donde los hechos podían palparse; quien corrigió sus frases cortantes y toscas con giros gramaticales suaves, humanos, humanos, humanos.
Ese día advertí que Juan estaba lejos de mi. Cuando llegamos a casa le di las buenas noches con una frase simple y segura. Juan me iré de la casa, no quiero vivir más contigo.
Juan no dijo nada. Era el momento indicado para romper nuestro matrimonio. Juan se había convertido en muy poco tiempo en una figura importante, viajaba dictando conferencias sobre la responsabilidad del periodismo en el país y la capacidad de reconstruir a través de sus crónicas la identidad de los que no tenían voz. Ni siquiera él notaría mi ausencia.
Una mañana lluviosa de sábado decidí que me iría a vivir en la casa que mis padres me habían heredado en las afueras de la ciudad. Nunca tuve miedo.
- Vicente pasa. Pasa.