Reflexiones breves desde ¿un lugar seguro? (I)
Por Adriana González Perdomo
Durante
las últimas semanas, no sé cuántas veces he leído en diferente post, tweets,
mensajes de WhatsApp la siguiente frase: “el mundo cambió”. ¿Cuándo cambió? ¿Qué cambió? ¿Cambió el mundo
el 11 de enero de 2020 con la primera muerte en Wuhan o cambió el 6 de marzo
con el primer caso confirmado de COVID-19 en Colombia? ¿Cambiaron nuestras prácticas,
nuestros vínculos, nuestras formas de relacionarnos o simplemente se ha
reducido nuestra capacidad de agencia al espacio de lo posible en medio del
aislamiento obligatorio?
Son las
preguntas que rondan cuando me detengo a escudriñar por los sentidos que
esconde esa frase convertida en lugar común; que habita de repente el espacio
de la incierta cotidianidad en la que hoy nos zambullimos sin alternativa
alguna. Me arriesgo a proponer que uno de los sentidos que podría ser endilgado
a esa noción de cambio es el de la pérdida de la certidumbre o la emergencia
del vacío: la economía se tambalea debido a la correlación de fuerzas
económicas mundiales y la necesidad de responder ante una crisis global de
salud pública que no estaba prevista en absoluto; la ausencia de liderazgos
políticos y la imposibilidad de imaginar escenarios futuros sin que aparezca
una suerte de mesianismo a través de pruebas de ensayo y error; y, la percepción
del espacio seguro con todos sus matices desplazada por la inminente amenaza
que supone quien está a mi lado a dos metros de distancia. Sin duda la amenaza no es un riesgo.
En un
nivel más cercano los seres humanos necesitamos certezas mínimas para tomar
decisiones individuales o colectivas, es la forma como nos insertamos a las
lógicas de la vida social en espacios conocidos. Hoy, las certezas mínimas han
desaparecido ¿por un tiempo? para dar lugar a la amenaza que representa salir
de nuestro lugar seguro, o por lo menos, el que hasta ahora parece ser el más
seguro: nuestras casas o, en el mejor y más preciso de los términos, los
confinamientos privilegiados que obligan a los gobiernos a hacerse cargo de las
precariedades de los sistemas de seguridad social.
Hace algunos
años atrás vi una película cuya trama me permitió explicar la teoría
durkheimiana a mis estudiantes de sociología, “The Village”, en la que una
comunidad del siglo XIX comparte normas de convivencia soportadas en la
prohibición de cruzar el bosque so pena de poner en riesgo el acuerdo básico entre
los aldeanos y las criaturas que habitaban las fronteras de la aldea. La
prohibición a su vez era el único mecanismo de supervivencia, el único lazo que
unía a la comunidad en su propia defensa. Las criaturas malvadas, representadas
así en el imaginario de los aldeanos, era la concreción de la amenaza.
Hoy, más
allá de las fronteras de nuestros lugares seguros se halla la amenaza de un
virus que nos vuelca a vivir una realidad distópica en la que el confinamiento,
la quietud relativa, es el lugar más seguro, para algunos en completa soledad y
para otros en la soledad que representa convivir con alguien más en un mismo
espacio que hoy se traduce en el espacio para preservar la vida.
Solo por
despertar curiosidades en esta cuarentena. En 1925 murió el compositor y
pianista francés, Erik Satie, por causa de una enfermedad pulmonar. El músico años
atrás, huyendo de la vida cultural de París, se había confinado voluntariamente
en una habitación en Arcueil, a la que, según sus biógrafos, no permitía ingreso
alguno. Al morir, ese lugar seguro que era su habitación, como era de
esperarse, fue develado y con ello quedaron a expensas del ojo público su
colección de paraguas, sus cartas de amor, sus dibujos y partituras de
composiciones hasta ese momento desconocidas. La muerte rompió el vínculo que
tenía con sus posesiones más preciadas. Si ocurre que quiere Usted escuchar el
silencio de esta quietud relativa me permito sugerirle escuchar las Gimnopedias
de Satie.