11 de junio de 2022

Días de Pandemia

La quietud caótica

(20 de julio de 2020) La cuarentena es una moneda de dos caras.  Un lado, la ilusión de mantenerse a salvo del mundo exterior, el mundo donde habita un virus que como otros recorre el mundo, lo cubre, lo impregna, silenciosamente dejando a su paso pena, alegría, nostalgia y pérdida. La otra cara, la amenaza que cruje sobre el mundo interior que nos mantiene a salvo, construido por una serie de compuertas alimentadas por una cotidianidad que de repente se rompe. En el futuro las investigaciones abundarán al respecto.  Y, en lo que a mí respecta, simplemente me doy cuenta que este tiempo también logró descentrar el origen de este blog para dar espacio a otras cavilaciones.

(11 de junio de 2022) Con tantas ganas de escribir, con tantas emociones y palabras atrapadas, con  certezas, con dudas, para darme cuenta al final que nunca el mar va estar en calma. El monstruo marino acecha. Gélido, desde un oscuro escondite, incólume ante el paso del tiempo.  Ronca, grazna, gruñe, es inaudible. Algo dice que no distingue entre un grito ahogado de ayuda o un suspiro fuerte de resignación.  


Septiembre aquel

16 de mayo de 2020

De pandemias, crisis y edades


Reflexiones breves desde ¿un lugar seguro? (I)

Por Adriana González Perdomo




Durante las últimas semanas, no sé cuántas veces he leído en diferente post, tweets, mensajes de WhatsApp la siguiente frase: “el mundo cambió”.  ¿Cuándo cambió? ¿Qué cambió? ¿Cambió el mundo el 11 de enero de 2020 con la primera muerte en Wuhan o cambió el 6 de marzo con el primer caso confirmado de COVID-19 en Colombia? ¿Cambiaron nuestras prácticas, nuestros vínculos, nuestras formas de relacionarnos o simplemente se ha reducido nuestra capacidad de agencia al espacio de lo posible en medio del aislamiento obligatorio?

Son las preguntas que rondan cuando me detengo a escudriñar por los sentidos que esconde esa frase convertida en lugar común; que habita de repente el espacio de la incierta cotidianidad en la que hoy nos zambullimos sin alternativa alguna. Me arriesgo a proponer que uno de los sentidos que podría ser endilgado a esa noción de cambio es el de la pérdida de la certidumbre o la emergencia del vacío: la economía se tambalea debido a la correlación de fuerzas económicas mundiales y la necesidad de responder ante una crisis global de salud pública que no estaba prevista en absoluto; la ausencia de liderazgos políticos y la imposibilidad de imaginar escenarios futuros sin que aparezca una suerte de mesianismo a través de pruebas de ensayo y error; y, la percepción del espacio seguro con todos sus matices desplazada por la inminente amenaza que supone quien está a mi lado a dos metros de distancia.  Sin duda la amenaza no es un riesgo.

En un nivel más cercano los seres humanos necesitamos certezas mínimas para tomar decisiones individuales o colectivas, es la forma como nos insertamos a las lógicas de la vida social en espacios conocidos. Hoy, las certezas mínimas han desaparecido ¿por un tiempo? para dar lugar a la amenaza que representa salir de nuestro lugar seguro, o por lo menos, el que hasta ahora parece ser el más seguro: nuestras casas o, en el mejor y más preciso de los términos, los confinamientos privilegiados que obligan a los gobiernos a hacerse cargo de las precariedades de los sistemas de seguridad social.

Hace algunos años atrás vi una película cuya trama me permitió explicar la teoría durkheimiana a mis estudiantes de sociología, “The Village”, en la que una comunidad del siglo XIX comparte normas de convivencia soportadas en la prohibición de cruzar el bosque so pena de poner en riesgo el acuerdo básico entre los aldeanos y las criaturas que habitaban las fronteras de la aldea. La prohibición a su vez era el único mecanismo de supervivencia, el único lazo que unía a la comunidad en su propia defensa. Las criaturas malvadas, representadas así en el imaginario de los aldeanos, era la concreción de la amenaza.

Hoy, más allá de las fronteras de nuestros lugares seguros se halla la amenaza de un virus que nos vuelca a vivir una realidad distópica en la que el confinamiento, la quietud relativa, es el lugar más seguro, para algunos en completa soledad y para otros en la soledad que representa convivir con alguien más en un mismo espacio que hoy se traduce en el espacio para preservar la vida.   

Solo por despertar curiosidades en esta cuarentena. En 1925 murió el compositor y pianista francés, Erik Satie, por causa de una enfermedad pulmonar. El músico años atrás, huyendo de la vida cultural de París, se había confinado voluntariamente en una habitación en Arcueil, a la que, según sus biógrafos, no permitía ingreso alguno. Al morir, ese lugar seguro que era su habitación, como era de esperarse, fue develado y con ello quedaron a expensas del ojo público su colección de paraguas, sus cartas de amor, sus dibujos y partituras de composiciones hasta ese momento desconocidas. La muerte rompió el vínculo que tenía con sus posesiones más preciadas. Si ocurre que quiere Usted escuchar el silencio de esta quietud relativa me permito sugerirle escuchar las Gimnopedias de Satie.