La historia de Él y Ella o la huella del primer amor
A vos en tu cumpleañosElla, una mezcla de inocencia y deseo, olía a lo que huelen ciertas tardes, a mango dulce. Él, una mezcla de pasión y fuerza, olía a panela recién batida, al acaramelado sabor del aire vallecaucano. Entre mezclas y olores, sin conocerlo aún, los ojos de ella, tan oscuros y brillantes, lo perseguían en forma silenciosa; los ojos de él, escudriñándola apenas, tan tristes y profundos, aprobaban tal persecución. Ella, al sentirse sorprendida, bajaba su mirada y avergonzada seguía escribiendo en su cuaderno frases inconclusas, palabras ininteligibles y, algunas veces, como la mujer que apenas desovaba su adolescencia, garabateaba el nombre de él al lado del suyo.
Las miradas se cruzaban cada tarde de lunes en ese salón. Ella, hasta ese momento, así se comportaba, esperaría que él la abordara. Aunque estaba en completa evidencia, consideraba digno de una mujer esperar el cortejo sin afán, sin prisa; aunque dentro suyo el corazón latiera con mayor fiereza cada día; aunque el único recuerdo, construido hasta el momento, una casual mirada de él – la que él nunca recordó, según ella – le quemara todo su cuerpo. Un día dos del mes de Mayo, las miradas se encontraron, las voces ya lo habían hecho. Del encuentro de miradas y voces, por iniciativa de él, se extraviaron en el encuentro de los labios y, por iniciativa de ella, ella se abrazó a su cuerpo con la seguridad de encontrar unos brazos fuertes que la rodearan con pasión. Se acunó en su pecho, se acunó en el mundo que apenas estaba descubriendo, y para su sorpresa, el mundo se abría ante sus pies como un mundo infinito, lleno de posibilidades. Un mundo pleno de sensaciones, sensaciones desconocidas, que bañaban su cuerpo. Un mundo mágico desprendido de las manos de él, manos que ya habían dibujado rutas diversas por su espalda, caminos a recorrer, viajes que estaban por llegar. Un mundo cubierto de aromas que su nariz no conocía. Un mundo que parecía reducirse en un beso, en un solo beso. Para ella, ese era su límite. Ella embriagada, excitada, sobresaltada, buscó los labios de él y, por primera vez en su vida, sintió como una boca – la de él – encontraba el camino correcto hacia la de ella. Abrió su boca – la de ella – y su lengua – la de él – recorrió todo lo que en ella había de íntimo.
Nadie coloniza el mundo, nadie descubre el mundo, sin un camino anterior. En ella había apenas el asomo de un sendero; en él, largos caminos. El asomo de sendero se impuso, la obligó – ella se sintió obligada, algún día me lo dijo avergonzada – a volver, a andar con pasos pequeñitos, con zapaticos de niña. Los caminos de él también se impusieron – alguna vez él me dijo que había querido protegerse –, recogió el mundo que ella le estaba devolviendo con dolor y se alejó. Las pasiones que un día se han desatado, inexorablemente han de encontrar el cauce de nuevo. Él lo sabía, ella apenas lo descubriría años después.
Se despertó ella un día de Agosto, dio pasos grandes, buscó los zapaticos de niña y los quemó. Su mamá – la de ella – me contaría tiempo después que sólo había guardado las cintas de los zapaticos como testimonio de su encantadora metamorfosis. Ese día de Agosto, no peinó sus cabellos, dejó al descubierto sus pies y puso brillo en sus labios. Fue a buscarlo a él. Lo que ella no sabía es que nada empieza de nuevo en el punto en que se ha dejado. No sabía que la pasión es como un tejido, se retoma en la última puntada, pero esta requiere ser desbaratada para rehacerla otra vez. Ella no sabía nada de eso, no tenía por qué saberlo, nadie se lo había explicado. Ella, rebosante de alegría, salió a buscarlo.
Me dijeron que ella lo encontró – a él –. Me lo dijeron porque a ella no le gustaba hablar de esta parte de la historia. Su mamá – la de ella – siempre con los ojos me pedía que omitiera las preguntas sobre esta parte de la historia. Lo encontró cantando un tango. Él cantaba desgarrado: “Solo y triste por la acera va este corazón transido con tristeza de tapera. Sintiendo tu hielo, porque aquella, con su olvido, hoy le ha abierto una gotera. ¡Perdido! Como un duende que en la sombra más la busca y más la nombra... Garúa... tristeza... ¡Hasta el cielo se ha puesto a llorar!”. En la mirada de él, ella descubrió que estaba triste, pero no era por ella.
Ella. Ella no lloró. Él. Él no sonrío. Él le entregó el mundo que en un beso le ofreció, pero limitado esta vez era. Ella lo tomó, lo tomó así, limitado. Él advirtió el brillo en los labios de ella, observó largamente los pies desnudos de ella y en un arrebato llenó de besos su cabello sin peinar. Ella, esta vez, inexperta buscó su cuerpo; sólo que en esta ocasión, ella ondeó ligeramente sus caderas, él le ofreció un lugar en las suyas – en las caderas de él –. Ellos hicieron el amor por primera vez: Él con pasión y fuerza, ella con inocencia y deseo; una mezcla de olor a mango dulce con olor a panela recién batida inundó la atmósfera en la que nacía un encuentro nuevo.
Él le regaló un libro, ella le regaló su primer poema. Él le regaló unas lágrimas, ella le regaló su silencio. Pero nadie advierte que las pasiones primeras están destinadas a andar por caminos separados. Ella no lo sabía, pero tampoco creo que deseara saberlo. De él, sólo sé que sigue escribiendo en alguna ciudad de su sur. Ella, aparece de vez en cuando para contarme la historia de su primer amor.