17 de noviembre de 2007

La Mancha de Sangre


Tú ya no tienes rostro,
Ya no eres.

Meira Delmar

Si te quieres divertir
con encanto y con primor
sólo tienes que vivir
un verano en Nueva York

El Gran Combo

Era imposible ocultarlo. En las sábanas, opacas y arruinadas por los años y el uso, apareció al día siguiente la mancha de sangre. Los hombres son un poco idiotas, ni el sabor, ni el olor a sangre mezclado con el perfume barato impregnado en las paredes del cuarto , le habían llevado a sospechar que le había hecho el amor a una virgen, sólo cuando despertó al día siguiente, con un laurel imaginario enredado en sus cabellos negros y ensortijados, advirtió las manchas de sangre concentradas en el centro de la cama.

Yo apenas despertaba, no quería que el amanecer invitara a unir nuestros cuerpos en el ritmo frenético que nos había unido la noche anterior, así que demoré hasta cuando fue posible mi despertar total. Mirándolo de reojo, ya no le encontraba el atractivo que días atrás se convirtiese en el pretexto para su selección. Por supuesto, lo había elegido. Su piel carecía del brillo que tenía siempre al caer la tarde, tardes vallecaucanas, plenas de brisa y ritmos salseros, éstos últimos inseparables como un matrimonio rutinario y resignado eran el complemento perfecto del destello de su piel. En su rostro se hallaba la ausencia del encanto que me había producido cuando lo vi sonreír por primera vez.

Mientras tenía un sentido de la realidad algo distorsionado a causa de una serie de molestias físicas regadas por mi cuerpo, mi mente trató de encontrar en forma ágil las palabras pertinentes, coherentes, para brindar una explicación, pero ¿por qué diablos tenía que explicar? ¿A raíz de qué? En realidad no era ni siquiera importante en mi vida este ocasional y primer amante, había sido perfecto. No hacía parte de mi mundo, sólo sabía que se llamaba Mauricio, no me importaba más. Había cumplido mi misión, hacer de mi “primera vez” una decisión consciente, aunque preferí referirme en años posteriores a este hecho como mi primer encuentro sexual, ya habría tiempo para el amor.

La cama, las sábanas que me cubrían, me hicieron conciente de mi desnudez. La hora se acercaba, ya no soportaba más la escena. Mauricio con sus ojos desorbitados eliminó en mí el poco rastro de deseo que me despertara su cercanía días atrás. Hubiese querido decirle alguna vez que fue su expresión la que impidió un segundo encuentro, no lo hubiese entendido, estoy segura.

¿Cómo pudiste hacerme esto? Escuché su voz grave e incluso podría afirmar que en ella estaban presentes sensaciones que fluían entre el asombro y el engaño. ¿Qué te hice? No puedo creer que hagas de esto un drama. ¿Cuál es el problema? Pregunté, mientras lograba incorporarme y cubrir mi cuerpo con la sabana, el pudor llegó a mi piel, no quería que me observara a la luz del día, ese privilegio lo tendría otro, él no. No tenía derecho alguno sobre mí, salvo el recuerdo de haberle hecho el amor con furia a una virgen, a la que jamás volvería a ver, de eso me encargaría yo.

Con un impulso desmedido, imposible de encontrar en una casi mujer de quince años, le ordené que se diera la vuelta mientras yo estiraba el brazo hacia mi ropa delicadamente ordenada por mí la noche anterior, previendo una partida rápida sin mediar palabra alguna. Cuando estuve lista dejé la sábana en la cama, tomé mi bolso y me disponía atravesar el cuarto de aquel hotelucho para llegar a la puerta, pero él dando una gran zancada, dado que estaba al otro lado de la habitación, se interpuso en mi marcha. ¿Cómo pudiste? Repetía, al punto que ya estaba tornándose muy molesta la pregunta.

Al borde de la exasperación casi grité: No es problema tuyo. Esquivé su cuerpo y alcancé la puerta, al abrirla, volteé, miré directamente a sus ojos despidiéndome con una mirada cordial y amable. Sabía que esa sería la última vez que lo viera, así estaba decidido.

Quince años después, cuando atravesaba mi segundo embarazo e iba de la mano con mi hijo de cinco años por una calle peatonal, tropecé con un hombre robusto, reconocí su mirada, reconocí el verde de sus ojos, el mismo verde que se encendiera un domingo en la mañana al sentirse burlado y utilizado. Nunca fue mi intención, explicarlo en aquel entonces hubiese sido en vano.

No sé si me reconoció, iba de la mano de una joven mujer, en forma aproximada calculé que debía contar con unos diecisiete años, su piel era inocente todavía, lo pude oler en tan corto y efímero encuentro, sus ojos tenían la expresión del amor y su cuerpo frágil se aferraba a su corpulento pecho. Sin duda lo amaba. Siguieron, supuse que quizá al pasar de largo regresaría su rostro hacia la dirección en que me encontraba, supuse mal, pero tampoco importó.

Seguí, apreté la mano de mi hijo y rumié para mis adentros: Hijo mío, espero que puedas aprender a conocer a las mujeres. Aún mi ginecólogo no había logrado identificar el sexo del bebé que venía en camino, pero reparé en los tres intentos infortunados hechos por mi médico y tuve una certeza. Si, estaba esperando una hija. Desde mi vientre ella estaba tomando la decisión, ella decidía cuando se dejaría descubrir. Como una imagen difusa llegó a mí el recuerdo de la mancha de sangre y una extraña melancolía se apoderó de mí.

1 comentario:

Molly Sue dijo...

nanita llamame he perdido tu numero.

molly