15 de julio de 2007

La tristeza y el amor

LA CARTA

Como un pájaro libre,
de libre vuelo,
como un pájaro libre,
así te quiero.
Mercedes Sosa


La vida siempre será un misterio, se presenta a través de una sucesión de hechos y acontecimientos que no siempre se pueden hilar, y en la mayoría de las ocasiones dejan más interrogantes que certidumbres. Es probable, pensé, mientras tomaba el último sorbo de café, que vivir consista en la elaboración permanente de preguntas teniendo la plena certeza que algunas jamás tendrán respuesta, o por lo menos, respuesta inmediata.

Hoy se cumplían diez años desde la última vez que lo viera y me entregara su carta. Eduardo, si, así se llamaba, era un hombre mucho menor que yo, siete años menor para mayor exactitud, pero no fue jamás la edad un problema mayúsculo, simplemente fue una circunstancia. Lo conocí un día que salía de un café al caer la tarde y él salía de su entrenamiento de béisbol tal como lo delataba su atuendo, nos cruzamos en el camino y nuestras miradas se fueron reconociendo.

En ese primer encuentro con la mirada nos ofrecimos, sin percatarnos del peligro que entrañan las ofrendas. Me regocijé con su juventud, la que poco a poco iba perdiendo yo, y, por un segundo me sentí bendecida con su amplia sonrisa, a la cual respondí con una profunda ternura.

No recuerdo cuánto tiempo pasaría mientras nos ofrecíamos miradas y sonrisas, sólo sé que después de varios días y sus soles me encontré anhelando el momento en que esperaba el final de la tarde para encontrarme con aquel joven que me atraía sin razón alguna o aparente.

- “Siempre nos encontramos, ¿no?”. Dijo Eduardo.
- “Si, es verdad. Tú entrenas todos los días y… callé. Quise añadir “y yo me entreno todo los días para vivir”, pero preferí guardar silencio, no podía cubrir con el manto de la tristeza la sonrisa que él me brindaba sin pedir nada a cambio.
- “Me llamo Eduardo y tu eres…”
- “Carolina”.

Cruzamos un par de frases más, mientras yo esperaba un taxi para seguir mi camino, cuando al fin éste llegó me despedí y supongo que gracias a la audacia de la juventud y a la agilidad de su cuerpo, sin casi darme cuenta me dio un beso en la mejilla como despedida y con tono, casi autoritario, me dijo: “Carito, nos vemos la otra semana, adiós”. Al decirlo salió corriendo en dirección contraria a mi ruta.

De ese encuentro algo inesperado, me impactó su arrojo. De manera curiosa el timbre de su voz, no correspondía a la de un hombre tan joven, era como si su voz en ese momento hubiese sido prestada para hablar conmigo.

Las semanas siguientes transcurrieron sin novedad. Con la certeza de acercarnos un poco más profundizábamos sobre nuestra vida, sobre lo que hacíamos cotidianamente. No cuestioné, no pregunté, no indagué por este acontecimiento que envolvía mi vida en una atmósfera extraña: la de la rendición. ¿Rendición a qué?. No lo sé, ¿a una voz tan grave que parecía la de un hombre bañado y moldeado por muchas tormentas? O ¿a la imagen de un adolescente de amplia sonrisa?. Pero aún así sabía que estaba rendida, esta batalla no era para ganarla, era para lucharla.

Cinco, seis o diez meses después bajo circunstancias que para mí todavía son confusas, no recuerdo los hechos bajo los cuales se dio paso nuestro primer, único y último encuentro sexual. Hoy estoy segura que así como existe una pérdida de memoria temporal o permanente frente a algunos acontecimientos, especialmente impactantes, existió en mí una disposición, casi urgente, de borrar las palabras, las imágenes, las sensaciones elaboradas en ese día. No recuerdo si era de día o de noche, no recuerdo si lloré o reí, no recuerdo detalles.

Casi pasó un mes, eso creo. No lo había vuelto a ver, me sentía aliviada por ello, pero una tarde, en el sitio de siempre, en el sitio en que nos cruzábamos intencionalmente, se encontraba sentado sobre la acera, con las piernas recogidas y su cabeza cubierta por sus manos, casi en una actitud total de desolación. Me fui acercando poco a poco y pude ver que en una de sus manos tenía un sobre.

Carraspeé… Dije “hola”. Lo miré profundamente, con ternura, con afecto, con calidez, con dulzura; por un momento imaginé que cuando su mirada encontrara la mía, en sus ojos podría observar alguna desilusión provocada por mi melancolía.

¿Quién me había dado el derecho de opacar su luz?, ¿quién me había dado el derecho de entregarle parte de mi desgarramiento y dolor?, con estas preguntas en mente, atormentándome, él se percató de mi presencia y levantó su cabeza para mirarme directamente a los ojos. Podía casi sentir los reproches, pues en los últimos cinco años no había recibido otra cosa de mis ocasionales amantes; podía escuchar las frases repetidas y aprendidas en este lustro sobre mi incapacidad de sentir, sobre mi incapacidad de entregarme, sobre mi incapacidad de sonreír al entregarme a un cuerpo.

Los reproches no llegaron, las miradas de desilusión no se hicieron presentes. Me miró con un amor hondo, me ofreció su sonrisa amplia y me entregó el sobre mientras se levantaba sin dejar de mirarme.

- “Perdóname por no aparecer durante este tiempo, me pareció inapropiado ir hasta tu casa y se presentaron algunas dificultades en mi casa”. Dijo Eduardo mientras me daba un beso en la mejilla y pasaba su mano afectuosamente por mi espalda.
- “No es razón para preocuparse. Me alegra verte de todas formas”. Señalé con un timbre de voz que no pude reconocerme.
- “Sólo quería entregarte esto”. Expresó con su voz grave, con su tono casi autoritario, mientras acercaba a mis manos el sobre, añadiendo: “Léelo y si después quieres hablar, búscame. ¿De acuerdo?”
- “Si, te buscaré”. Contesté yo.

Con las frases todavía en mi boca, él echó a correr, como una sombra que va perdiendo nitidez así se marchó, tomé un taxi que se encontraba estacionado y guardé en mi bolso su sobre.

Al llegar a mi casa, me hundí en el cómodo sillón que se encontraba en mi estudio, un mueble que tenía ya su propia historia en mi vida. ¿Cuántas veces no me había sentado ahí para sostener diálogos conmigo misma sobre la vida, el amor, la nostalgia, la política, la solidaridad, el afecto?, ¿cuántas veces no había soñado que algún osado e intrépido intelectual se convertía en la quintaesencia de mi existencia?, y ahora me disponía a abrir ese sobre, ¿quizá una carta de amor como único recuerdo de lo vivido? e incluso por un momento me sentí reconfortada al imaginar que en ese sobre se encontraría el relato sobre nuestro encuentro.

No fue así. Empecé a leer, mis manos absolutamente blancas contrastaban con el tono beige del papel y la tinta verde en la que estaba escrita la carta más bella que recibiera jamás:

Caro, carito, carota…Encontrarte nunca fue casual, antes de decidir hablarte llevaba ya un buen tiempo observándote. Tu caminar cabizbajo como si tus ojos no pudiesen soportar la caída de la tarde, tu mirada siempre tan perdida y tus manos tejiendo hilos invisibles en el viento me advirtieron que eras una mujer singular, una mujer viviendo otro tiempo, una mujer triste y hermosa, porque la tristeza siempre te hizo más linda, e incluso desnuda tu belleza se acentúa tristemente. A pesar de que me hayas dicho por una sola vez con lágrimas en los ojos que el amor y la tristeza no son compatibles, tengo la seguridad que el amor que tu buscas desesperadamente algún día lo encontrarás, cuando llegue alguien que sepa tratar la porcelana de tu piel, cuando llegue alguien que sepa escuchar tu silencio, cuando llegue alguien que en medio de sollozos sienta la plenitud que se desprende de tu cuerpo y de tu alma. Yo tengo mucho que aprender aún, mis manos inexpertas se queman ante tu delicadeza, mi corazón impúber no halla el sendero para seguirte y mi cuerpo completamente hecho fuego terminaría por arruinar tu nostalgia, pero si algún día nos volvemos a cruzar, quizá esta vez en forma casual, no dejaría que tu melancolía se me escapara otra vez.

Seguro de sobrevivir mañana,
Tuyo,
Eduardo.

He releído esta carta durante los últimos diez años un sinnúmero de veces. Solamente ha existido una persona a la que no le dolió la tristeza que llevo en la piel. Terminé el café, levanté la mirada hacia la calle, la gente pasaba rápidamente. En algún lugar de esta agitada ciudad se hallará Eduardo y espero piense en mí.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Solo debo felicitarte. La prosa hace su aparición en tu espacio en la red, y ello alegra infinitamente mis exhaustos ojos, cansados ya de la búsqueda incesante de una forma más fácil de comprenderte.

MB

Eso sí... prometo visitarte más a menudo para seguirte descubriendo.

Anónimo dijo...

Tu comentario se me hace misterioso, pero ha sido un chispazo de inspiración... Gracias por aquello de una forma más fácil de comprenderme...
Adriana G.

Anónimo dijo...

Barroco...Barroquísimo!

Jorge Arce dijo...

Sigo recorriendo tu rincón, encontrando coincidencias, disfrutando las palabras, imaginando tus historias !Un abrazo y un continuará!