29 de abril de 2009

Debajo del paralelo 35

Ataque frontal a la soledad






Nausebanda y errática,


descarada y sucia,


obscena y erótica,


se contonea una triste soledad


en la húmeda y oscura celda de su memoria.




Desde el fondo de ese húmedo y oscuro lugar,


una mano se alza,


su silueta apenas marcada por un débil estallido de luz,


busca desesperadamente el rostro de una triste soledad.


¿Saluda? ¿Qué pide? ¿Qué dice?


Se alza,


Se alza audaz.


Se alza amorosa.


Se alza humilde.


Se alza pidiendo un seguro olvido.




¡Apártate!


grita la triste soledad.




Esa,


que una vez fue bella,


a la que le hacían el amor en las aceras,


en los portales de las iglesias,


en las escaleras de una vieja casa,


en la cama donde sólo podía ser llanto.




Esa,


que una vez fue combativa,


la que horneaba pan para caminantes,


la que se cargaba un sueño a la espalda,


la que se hacía voz ajena, voz fuerte, voz sin miedo,


la que desafiaba la punta del cristal en su garganta.




Como el niño que se esconde en su propio cuerpo,


preso del temblor que producen las miradas adultas,


la mano se esconde en el rincón que la parió,


tiembla, tiembla, tiembla.


Se traga sus frágiles y bellos dedos,


no desea ser vista de nuevo:


"Que la luz no me toque"


"Que la luz no me toque"


"Que la luz no me toque"




Una violeta mueca de satisfacción


se dibuja en el blanco rostro de la triste soledad,


mientras sigue moliendo su amarilla pena,


mientras se desgarra en su gris condena.




Lo sabe,


otros lo saben,


la mano se esconde de sí misma para no alzarse con fuerza,


y,


la triste soledad expone en sí misma su disfrazada debilidad.


Se aleja contoneándose.




La mano yerta se queda.


Es tarde,


no advierte


que la triste soledad


se agarra el corazón


y se va sollozando.


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